Dedicado a quien hoy no pueda abrazar a sus abuelos
La Rue Montorgueil,Monet(1878)
Cuando se cierra la puerta de la habitación y las voces de sus padres se convierten en murmullos, Amelia saca un cigarro del bolso. Liado tal y como a ella le gusta. Se lo coloca en los labios para encenderlo y se lo tiende a su abuela. Aunque a Dora le tiembla la mano, su nieta es lo suficientemente rápida como para evitar que cualquier ceniza peregrina agujeré las sabanas, así que consigue llevarse el pitillo a la boca. Ríe burlona antes de guiñarle un ojo a Amelia.
El humo del cigarro y el silencio sobrevuelan la vieja habitación. La casa estuvo llena de vida y movimiento durante los años en los que Dora crió allí a sus hijos tras la muerte de su marido, pero ahora la finca es un lugar frío y venido a menos, una sombra de lo que una vez fue. Igual que su dueña.
Amelia mira a su abuela intentando ver en ella la luchadora que su padre le ha contado que fue. Es consciente de que cada vez le queda menos tiempo con ella y no quiere que este sea su último recuerdo. Busca tras las arrugas a esa mujer que generaciones de su familia han visto como un modelo a seguir, pero no consigue ver más allá de un cascarón al que le quedan pocos días para ser vaciado. Nunca consiguió ver a la Dora que corría delante de la policía, la que hacía llover panfletos en la plaza del mercado.
Cuando Amelia miraba a Dora no veía a la mujer, solo a su abuela. Y ahora la enfermedad le estaba quitando cualquier otra posibilidad.
Con un gesto de su mano y apoyándose en el cabecero de la cama, le pidió que se acercara. La joven se sentó en la cama como la anciana hacía hace años para contarles un cuento a sus nietos antes de dormir. "Cómo cambian los tiempos" se dijo antes de apretarle la mano a su abuela, que la miraba expectante.
— Quiero que me cuentes algo — le dijo con un acento aún afincado en la Francia de su juventud—. Quiero saber qué pasa en el mundo ahí fuera. Desde que me trajisteis aquí nadie me cuenta nada. No me dejan ver otra cosa que no sean películas y sólo me traen revistas que hablan de gente que ya no conozco.
Amelia la miró perpleja y con un tono de delicadeza le pidió que no se preocupara por eso, que lo que tenía que hacer ahora era descansar.
—Y una mierda. — respondió con un ceño tan fruncido como arrugado.
En lo que a los niños se refiere, un padre puede vencer, pero nadie convence como un abuelo. Y nadie domina el chantaje emocional como Dora.— Si no hablamos ahora, puede que no hablemos ya nunca. Si no quieres hacerle un favor a una vieja puedes irte. Dile a tu tía que venga, seguro que se sorprende al verme fumando.—
Miró a la puerta como buscando una salida de tal encerrona, en parte esperando que algún adulto entrara para salvarla. Incluso si eso significaba soportar una bronca. Todo con tal de no tener que mentirle a su abuela. Pero el manillar de la puerta no se movía y la maliciosa sonrisa de Dora no hacía más que crecer. Así que, habiendo cerrado los ojos para ordenar sus pensamientos, empezó.
Amelia le cuenta que en el mundo de más allá de las paredes de la vieja casa, las manos siempre están abiertas y listas para unirse a otras, que no hace falta gritar por la libertad y que la igualdad es tan elemental como la luz del sol.
Dora se limita a mirar a su nieta, en silencio, y a dar otra profunda calada a su cigarro.
Los negros ojos de su abuela se le clavan como dos sanguijuelas dispuestas a exprimir de ella todo lo que puedan. Así que coloca más ladrillos de mentira para seguir construyendo su utopía.
La joven habla de un mundo en el que no hace falta imaginar a todas las personas viviendo la vida en paz. Donde ojos cara, ojos y corazón están siempre al viento, sin más conquista que la de todo derecho y sin más hambre que de justicia. En el relato de Amelia no hay más adoquines cubriendo arena de playa y de los fusiles solo brotan claveles. Las únicas guerras son las de las galaxias y solo sirven para entretener a todos los niños que ya no conocen la pobreza. En su fantasía no quedan cadenas que romper, cabezas agachadas o muros por derribar. París es de nuevo de los enfants de la Patrie.
Mira a su abuela, con una culpabilidad que se le atraganta en el esófago y una voz a punto de romperse. La observa con unos ojos a segundos de ser desbordados. Y Dora le devuelve la mirada sin inmutarse. "Está ida, no se ha enterado de nada " resuena en su mente de adolescente, pero sus pensamientos son interrumpidos por la risa de su abuela. Tan estridente como inesperada. Tan profunda como verdadera. Tan desengañada como sincera. Dora entendía demasiado bien el mundo que estaba a punto de dejar. Y entendía aún mejor las intenciones de su nieta.
Quizás por primera vez, en los ecos de una risa que se extiende una vida, vea por primera vez a Dora. Ve a su abuela casi marchita, sí. Pero también a la niña que se exilió con sus padres a Francia, a la estudiante idealista, a la joven que se volvió a España por amor, a la madre que construyó una familia, a la mujer que montó la primera librería del tiempo, a la anciana que se menciona al ver a su primer nieto...
En los últimos momentos de su abuela, ve a la Dora que fue y a la que es. Y a la Amelia que puede llegar a ser.
Es fantástica, y me ha emocionado. Qué prodigio de mujer es Dora!!!!!!! Me ha hacho pensar en mis padres, mis abuelos.....Desarríllala. sin ampliar el argumento, solo la escena. Hazla más larga y tendrás un relato magnífico. Tiene mucho potencial. Entiendo que es un blog y tienes unos límites, pero es una historia muy rica y da para bastantes más páginas.
Por supuesto, es tu decisión, pero me encantaría leer el cuento que saldría 😉🤩🤩🤩
Precioso, ay los abuelos