Las más efectivas píldoras de humildad suelen servirse en las dosis más pequeñas
Cuando peinemos canas y el inmenso catálogo de Netflix no pueda competir por nuestro interés con la última obra en construcción del barrio, llegarán una tarde nuestros nietos a preguntarnos que qué era eso de la Cuarentena del 2020. Nos acomodaremos en nuestro rincón del sofá, daremos marcha atrás al tren de la memoria y les contaremos como un aparentemente insignificante virus paralizó durante semanas la vida tal y como la conocemos. Los niños, en su infantil ingenuidad, se reirán de las generaciones que les precedieron, sin lograr entender cómo algo tan minúsculo pudo ponernos en jaque. A nosotros, los omnipotentes seres humanos. Y sus abuelos, como diligentes depósitos de sabiduría y experiencia, les contaremos la historia de David y Goliat.
Para aquellos que necesiten un recordatorio: la historia bíblica cuenta como David, un muchacho de baja estatura y complexión débil, se atrevió a enfrentarse al temible gigante Goliat. El coloso no pudo contener la risa al ver al enclenque David, pero este, armado con una piedra y una honda, derribó y mató al temible Goliat.
A lo largo de los siglos, muchos han querido verse en el papel de David, aunque, en los tiempos que corren, el reflejo más apropiado para la humanidad seguramente sea Goliat. Y es que los seres humanos siempre nos hemos creído enormes, titánicos, mucho más de lo que verdaderamente somos. El "ombligocentrismo" es la verdadera y única doctrina constante en nuestra historia. Y ha tenido que venir un virus, un David microoscópico, al que nadie se tomó en serio a ponernos en nuestro sitio. Y cómo jode.
La primera víctima que se cobró la piedra de David no fue la vida de Goliat, sino su orgullo. Nos encantaría que nuestro objetivo fuera un gigante como nosotros, poder ponerle rostro y nombre. Ya sea Trump, China,Madrid, Troika o Bruja Lola. Porque no hay deshonra en caer contra un igual o contra alguien superior, pero si quien te vence es considerado inferior, el golpe fatal siempre se lo lleva la soberbia. El virus no distingue sexo, raza, ideología, clase o creencia, nos ataca a todos nosotros. A esos auto-proclamados gigantes sufridores de un, también pandémico, complejo napoleónico.
Lo bueno de nuestra historia de David vírico y Goliats acomplejados es que nuestro final aún no está decidido. Confiemos en que esta vez, Goliat será consciente de que se enfrenta a un enemigo para el que no está preparado, bajará sus ínfulas y logrará derrotarlo. Y cuando la batalla acabe, habrá aprendido, con suerte, que las más efectivas píldoras de humildad suelen servirse en las dosis más pequeñas.
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