El amor en tiempos de la vacuna

¿Se habrá casado ya la reponedora de papel higiénico del Mercadona?

El amor no siempre es líquido, por mucho que le joda a Bauman. A veces cuaja y otras se le hacen grumos. A veces se queda en agua de borrajas, otras se seca con un paño (aunque sea de lágrimas), otras tantas cae como una losa y muchas se queda en el aire y, ay, a quién no se le escapara entre los dedos, porque, aunque pueda parecer lejana, hubo una época en la que Cupido lanzaba flechas y no pruebas PCR, en la que el cariño se hacía rozando y otra vez rozando se deshacía... ¿Y qué ha sido del amor en los tiempos de la vacuna? Para haber sido una sola rotación terrestre, el mundo ha dado muchas vueltas en un año. Se nos ha puesto la vida patas arriba y nosotros hemos querido devolvérsela poniéndola patas abajo (o hacia los laos, aquí cada cual con sus acrobacias) porque, con pandenmoniada o sin ella, seguimos siendo los criadores portátiles de mariposas estomacales que siempre hemos sido.

Hay quien dice que el amor murió en Wuhan, producto de triángulo amoroso un tanto rocambolesco entre un pangolín, un murciélago y un señor con mucha hambre pero muy poca suerte. Para que luego hablen de relaciones tóxicas. La cuestión es que son muchas las personas que creen que Don Amor, si no de ERTE, como mínimo está teletrabajando. Que es imposible ganar en las distancias cortas con metro y medio de seguridad, dicen; que de qué sirve la labia si no se te entiende con la mascarilla, dicen; que el olor de nuestros geles no combina, dicen; que antes había amores de sobra y ahora sólo sobras de amor, dicen...

Todo este año he defendido en largas sobremesas, copaza de vino en una mano y corazón palpitante en la otra, que el cariño no estaba muerto, que estaba de parranda, porque el amor, en tiempos del coronavirus o la vacuna, es el mismo.

Pareciera, a veces, que hablamos del amor como si lo fabricase Astrazeneca, como si fuese la vida una eterna sala de espera en la que el querer va con receta y cita previa, como si uno pudiese ponerle un cierre perimetral al corazón. El amor no es, ni ha sido nunca, una vacuna. No es la solución, ni el sentido, ni la respuesta.

El amor es la esquina doblada en las cartas de amor, es lo que el viento se llevó, una hoja de Excel, las lunas de queso y miel, un caramelo derretido, el miedo a vivir muriendo en cachitos, el reverso de una fotografía, la caricia donde no llegan las manos, una Guerra Civil, una isla en el desierto, fregar los platos, un puzle de sábanas, el precio de los puntos suspensivos, lamer sal de las mejillas, el sol besando aunque queme...El amor es vivir, es el medio. Naces, quieres y mueres. Y no es como si pudieses hacer algo al respecto con ninguna de las tres. Y menos mal. La certeza de la muerte por la incertidumbre del amor. No hay trato más justo.

Yo por mi parte, creo firmemente que la reponedora de papel higiénico del Mercadona se ha enamorado a un pasillo de supermercado de distancia del cajero que custodia el ansiado Nestlé Jungly. Se han casado en zapatillas, con una ceremonia vía Zoom de lo más posmoderna, y aunque se cayó más la conexión que los granos de arroz, a ellos no les importó porque se quieren, y eso es lo único importante.

No te mueras por amor. Vive. Y avísame si descubres la diferencia. Deja que te vuelvan loco y ama con cordura. Enrédate y haz nudos. Quiere tanto como puedas hacerlo bien. Corre y besa a tu novia, a tu novio, a tus abuelos y amigos, a tus padres y hermanos, a quien llevas dos semanas hablando por Instagram… Ve y quiere a los que hoy te aman para que, si resulta que el mañana no tiene piedad, puedas decir al menos que ya todo lo has amado.