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Crónicas de la nueva normalidad

Ansiosos de volver a respirar un aire que, después de tanto tiempo, se volvía a sentir libre

Gracias a María, Salomé, Paula, Martina, Raquel, Alba, Rodrigo y Elvi por sus fotos.


Escribí "El amor en tiempos del coronavirus" creyendo que tardaríamos una quincena en recuperar nuestras vidas, pero resulta que ver el futuro no es uno de mis escasos talentos. Tampoco lo es el deporte, aunque después de un encierro de más de cincuenta días, sería un crimen aborrecible desperdiciar esta, para algunos prematura y para otros tardía, licencia para pasear. El resultado fue maravilloso para mi ánimo y desastroso para mi cuerpo. Mi sedentario cuádriceps no fue capaz de gestionar mis altas expectativas, así que mis caminatas han pasado a ser forzosamente más lentas y gustosamente más inspiradoras.

Así que dejadme que os cuente lo que mi andar sin prisas me ha llevado a descubrir en este primer zambullido a la nueva normalidad. Disculpadme si no encontráis aquí críticas, las gafas del cinismo me las dejé en el chándal viejo.


Como los momentos antes de una tormenta de verano, con el sol barnizando los huesos y la piel abrazada por la energía en el aire. Así se sentían las calles, que tantos días abandonamos y rebosábamos ahora de vida. Quizás en exceso, sí. Desfilaban por rúas y avenidas más colores fosforítos y fluorescentes que por los apuntes de un opositor. Todos estábamos ansiosos de volver a respirar un aire que, después de tanto tiempo, se volvía a sentir libre.


Con mis zapatillas bendecidas por la diosa griega de la victoria y una camiseta de fútbol a la que pesaban más temporadas que a la familia Alcántara, me camuflé entre un variopinto grupo de neodeportistas enfundados en chándal con olor a peseta. Me uní a su reconquista del asfalto (en las ciudades de hoy, más vale ser coche que peatón) y con ellos viví algunas de las escenas más curiosas. Especialmente cómica fue la lucha de dos hombres peleando, cada uno contra su respectivos canes, para evitar que estos se juntaran, contra el deseo de los animales, que movían sus rabos con mayor energía de la que teníamos cualquiera de los presentes. No les gusta a los perros la distancia social, como tampoco les gustaba a Julia y Andrea, dos amigas que se reencontraron y, cada una desde una acera, se mandaban saludos, besos y recuerdos con la prudente separación de los abrazos robados.


Mi atención sobre mi técnica me la estaban robando los estampados horteras de muchas camisetas obtenidas,quizás, tras el saqueo de algún Decathlon. Tan distraído estaba que no me di cuenta de como una pareja,situada detrás de mi, debatía sobre si lo que yo estaba haciendo podía ser considerado "deporte". Espías de Fernando Simón, sin duda. Ante esta crítica, decidí abandonar la manada de aspirantes a runners.


Tienen muchos encantos las ciudades romanas y medievales, pero uno de sus mayores atractivos son las callejuelas y recovecos en los que perderse ajeno a las miradas (bueno, y a los contagios) de los demás. Las escondidas esquinas que sirvieron otrora al negocio de los amores mercenarios camuflaban ahora a los amantes reencontrados. Ojos que no nos ven, corazones que asienten. Si ahí no hay poesía, yo ya me retiro.


Se volvió la ciudad la mejor exposición de imágenes imperdibles: palomas que esperan su ración de migas en bancos vacíos, pelos kandinskianos que reclaman la apertura de las peluquerías, abuelos que rodeados de arcoíris de Plastidecor echan un vistazo a cómo será el mundo cuando ya no estén o un amante del "mens sana in corpore sano" que admira su cuerpo fornido en la puerta de cristal de la biblioteca municipal.


Lo cierto es que llegaba a ser apabullante y quizás, por estar en un momento de debilidad, se oía cada vez más dulce, más seductora y tentadora la canción de las sirenas de metal y sombrilla. Cada una en su archipiélago, imagino que cosa de Illa, invitaban a detenerse para tomar uno o dos tragos al sol las terrazas, enemigas juradas del afán deportivo. Decidí seguir los pasos de Ulises y resistir su provocación, así que por continuar mi imitación del héroe homérico, me pareció oportuno el retorno a mi Ítaca particular, no sin antes disfrutar del festival que un vecino del barrio, que en base a la soberanía popular debería ser designado concejal de festejos ipso facto.


¡Qué dulce es siempre el retorno del atleta! Mientras escribo estas líneas me regodeo en el gusto del esfuerzo bien gastado, el sudor dignamente derrochado y las ampollas justamente merecidas ¡Cómo eleva el espíritu la buena disposición del cuerpo! ¡Qué plena es la alegría de quien busca la fatiga! Contento con mis laureles, sin caber en mí del gozo que el deporte había traído a mi vida, llega el fatídico titular:"Las bandejas de pinchos tienen las horas contadas en la barra del bar por la crisis sanitaria" .


A tomar por culo las endorfinas.

110 visualizaciones2 comentarios

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2 Comments


nor.cabrera
May 16, 2020

Es de que te dejaste las gafas del cinismo en el chándal viejo...... eso no se pone, se lleva 😊😊😊😊

Muy buena imagen de un primer día de libertad. Y sí, es poético lo de ojos que no ven.......Porque tb la poesía se lleva o no. 😉😉😉

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nekane73
May 15, 2020

Genial, me ha encantado y me he reído, enhorabuena

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