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Juego de Palabras (I)

Un pequeño experimento con amigos, en los que ellos me daban algunas palabras (en negrita) y yo tenía que escribir una historia




Galatea- Maru y Rodrigo


A su vivo deseo,

mi pulcra quietud.

A sus fogosos ojos,

mi helado mirar.

A sus falsos sonetos,

mi callada introspección.

A sus profanadoras manos,

mi pétrea virtud

A su diáfano propósito,

mi opaca voluntad.


Al ocaso, él

ruega e implora al universo

que en carne se torne el marfil.

Al alba, yo

clamo y suplico al cosmos

piedra por sangre no trocar.

Sin merced para labios inertes

de un relámpago de divinidad

rojiza tez

rosada dermis

palpitante interior

vívido despertar mortífero.

Su mano prende mi cuádriceps,

la otra atrapa mi cráneo.

Al suelo violento me arroja,

en mi carnosa flaqueza

para cincelar su sentencia:

"Pigmalión soy,

mío es tu cuerpo y

por mí vives,

mío es tu ser y

por mí eres,

mía tú eres y

a mí te debes."


Brisas de Buenos Aires- Hio



Solo quiere llegar a casa, quitarse los tacones que le martirizan los pies, librarse del sujetador y calmar las súplicas de un estómago que demanda atención. En un descuido, se mira en el espejo. Vuelve rápido la mirada, con cierto grado de decepción y desprecio. Porque nadie atestigua tantas victorias y derrotas como un ascensor. Por suerte, las puertas se abren rápido, así que el golpe de realidad parece tener un efecto menor del esperado. Recordando que es jueves, entra sin hacer ruido para no despertar a nadie.


Ya con la comodidad que ofrece un hogar, entra en la cocina para dar cuenta del plato de macarrones que su marido ha dejado enfriar para ella en la mesa. No es que se esperara nada mejor, aunque sí agradece, con un leve arrepentimiento, no tener más compañía que la de sus pensamientos. El cansancio de la rutina es capaz de hacer mella hasta en los más puros y elementales sentimientos. Especialmente en el amor.

El silencio no era un lujo que la noche la considerara digna de merecer gracias a el incesante goteo de la cafetera rota que Andrés no ha tenido el tiempo o, probablemente, el interés por arreglar. El continuo caer de las gotas, amplificado por la opacidad sonora de la noche, la irritan lo suficiente como para retrasar el ir a la cama con su marido así que prefiere hundirse en el sofá esperando encontrar algún concurso de cocina para enterrar un día que ya huele a muerto.


La destreza del concursante salpimentando es incuestionable, pero no impide que los ojos de Carmen se desvíen de vez en cuando hacia la estantería. La competición por cocinar la mejor merluza a la romana está indiscutiblemente reñida y aún así ella tiene que esforzarse en mantener la atención. Rehén de sus impulsos y traicionando las promesas que se lleva haciendo durante años, apaga la tele y se abalanza a la pequeña biblioteca vertical de su salón. Aparta seis tomos de unas viejas enciclopedias que nadie en la casa ha abierto jamás y saca de su escondite una pequeña caja de cristal.


En el interior de la cajita hay un botón de camisa amarillento, un mechero sin gas, la tarjeta de un hotel y unos pocos pesos en monedas. No es un gran botín, pero obliga a Carmen a morderse el labio inferior buscando el sabor de un viejo fruto prohibido y a cerrar los ojos. Desecha rápido la prudente culpabilidad que sugiere dejarla en su escondite, como Pandora, sabe que una vez se abre la caja, ya no hay vuelta atrás.


Ya no le duelen los pies. Vuelve a estar en el bar Príncipe al sur de Buenos Aires, entregándose con insaciable juventud a los pecados de la calurosa noche argentina. La noción del tiempo y la cantidad de chupitos que se ha tomado se han perdido entre las notas de la banda, pero importan poco importa cuando Miguel desliza con suavidad su mano por sus caderas y le susurra algo al oído. Ese acento. Esos graves tonos en su voz que le acarician los huesos y le van robando todo resto de voluntad con seductora melodía. Ella embriagada por su esencia y él hipnotizado por el movimiento de su ombligo no se atreven a detener los pies por si la cordura pudiese atraparla. En su baile cada vez sobra más la ropa, ni siquiera escucha la canción porque sus ojos se dedican a gritar a los de él. Dos sudores que bautizan una pasión. Besos que hacen crecer flores en el corazón. Una noche que se olvida de dormir.


Carmen deja caer tres lágrimas y acerca la cajita a la nariz, esperando que el olor la devuelva allí. Pero no llegan tan lejos las brisas de Buenos Aires.


Las naranjas de la ira- Alba



No hay frutero en toda Europa que no sepa de donde provienen las mejores naranjas. Te dirán, si preguntas, que no habrá jamás naranjas como las del Valle de Naranda, en la península de Angajo.


Había algo en las fértiles tierras del valle que favorecía una siempre abundante cosecha de la susodicha fruta, aunque esta información hubiese pasado inadvertida a los agricultores de la zona de no ser por el incidente del año de nuestro señor de 1595. En aquel tiempo, el país de Angajo padecía, según recogían sus crónicas, el constante ataque de las más tenebrosas criaturas del averno. Concretamente, de vampiros sedientos de sangre. Los muertos se acumulaban en las calles y ni las oraciones de los más entregados devotos ni los continuos esfuerzos del cada vez más mermado ejército real lograban frenar a la horda de la noche que parecía encontrar en la sangre de los angajonianos un néctar inigualable.


Todas estas desgracias se sucedían a lo largo y ancho de la península, hasta que una noche, un chupasangre se abalanzó contra el doctor residente del Valle, pero cuando el buen hombre se creyó ya muerto, observó con pasmo como el vampiro yacía, esta vez sí, muerto. Quiso la Providencia que el buen hombre justo había terminado de degustar una naranja, y una vez repuesto del susto, certificó, amparado por sus conocimientos científicos, que efectivamente había sido nada más y nada menos que la acidez del fruto lo que le había salvado. Esta importante información trepó por las intrincadas redes de la burocracia hasta llegar al rey de la nación.


Su majestad decretó que el Valle de Naranda sería el proveedor real para todo el país y pronto no se comía en todo Angajo otra fruta que no fuera el cítrico orbe. Con el tiempo, no quedó en el reino ningún ser de la noche y el monarca recompensó al valle edificando allí una universidad, una catedral y dotando a toda el lugar de nuevos puentes y caminos. Sin embargo, años después de haber desterrado a todo vampiro, los efectos del desenfrenado consumo de naranjas empezó a notarse en la población del reino. Entre la plebe pronto se notó un considerable deterioro del aliento de los demás, así como una notable caída de dientes. El exceso de cítrico acabó derrumbando la dentadura de casi la mitad de la población, ocasionando severos problemas para la nutrición del pueblo, y el soberano, viendo decaer el número de sirvientes, proclamó una nueva ley por la cual el Valle de Naranda debía deshacerse de todas las naranjas.


El excedente de la agria esfera fue abandonado por los narandinos en una de las vegas cercanas. Allí, sin cuidados, germinaron casi todas las semillas formando un frondoso bosque de naranjos al que no se le conocía ni el principio ni el fin.


Aunque había pasado el fervor comercial de las naranjas, el Valle, gracias a las concesiones del rey, se había convertido en una de las ciudades más grandes y visitadas del reino, sólo superada por la propia capital. La llegada de viajeros, peregrinos y estudiantes era ininterrumpida. Fueron, precisamente, dos estudiantes los que paseando un día por la arboleda empezaron una discusión sobre si la naranja le había dado el nombre o el color o si el color era la causa de que así fuera conocido el fruto. El debate llegó a agitarse hasta tal grado que, de no ser porque se trataba de personas más entrenadas para la dialéctica que para el combate, hubiese habido derramamiento de sangre. Incapaces de encontrar solución, llevaron el enfrentamiento a las aulas esperando que sus maestros declararan un vencedor. Pero en la universidad la polémica no hizo más que acrecentarse rimbombantes deliberaciones y análisis.


Fueron grandes tiempos para la filosofía en Angajo, pues pronto la contienda se extendió por todo el país. En mercados, iglesias, salones de intelectuales, escuelas, tabernas e incluso en la corte real no se discutía de otra cosa. Las naranjas volvieron a cada casa y templo para ser objeto de las más profundas reflexiones, hasta el punto que llegaron a crearse sectas cromáticas que le juraban muerte a las sectas frutales y viceversa. El regente, temiendo una guerra civil y francamente harto de tanta discusión ideó un nuevo decreto para deshacerse de una vez por todas de las naranjas: prohibió las tertulias bajo pena de muerte y ordenó que se talaran todos los naranjos del Valle de Naranda para la construcción de barcos en los que transportar las frutas para su venta a la nación de Zanatia, al otro lado del océano.


Así se escribió y así se hizo. No quedó en la región un tronco de naranjo que no formara parte de un nave ni una sola agria esfera que no fuera empaquetada para su transoceánico transporte. Para esta tarea, a los angajonianos, que no eran en absoluto un pueblo de marinos, su amplio conocimiento sobre las naranjas les resultó muy útil. Dividieron el globo terráqueo en 360 gajos y calcularon que, de oeste a este, ganarían 4 minutos por cada gajo respecto a la hora que marcarían los relojes en su país. De esta forma ganaron fama sus barcos de ser los más veloces, cuando en realidad tardaban tanto o más como los otros, lo que significó importantes beneficios económicos para todo el país.


Muchos años vivieron en paz y prosperidad en la península de Angajo y creían todos sus habitantes haberse desecho del problemático fruto cuando este volvió para atormentarles por última vez. Resulta que en Zanatia, el país donde fueron a parar todas las naranjas, pronto sufrieron los mismos problemas que ellos. Entre las élites dirigentes creció con fuerza la idea de que todo había sido una estrategia por parte de una nación para debilitarles y poder conquistarles. Así, comenzó una cruenta guerra entre Zanatia y Angajo, cuyo color dejó de ser naranja para volverse rojo sangre. En lo que al Valle de Naranda respecta, la ciudad fue arrasada, los campos incendiados y sobre la ceniza se echó sal para que allí, jamás volviera a crecer ninguna naranja.


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1 Comment


nor.cabrera
Apr 17, 2020

Es la primera vez que leo esta entrada, lo que significa que es la primera tb que te leo en poesía y cadi casi en relato.

La poesía de la rendición de una virtud, así la entiendo, me parece, simplemente exquisita.


El primer cuento regala en dosis muy bien medidas esa melancolía por el primer amor......o por el que más se recuerda.


Pero es el tercero, el de las naranjas de la ira, - Steinbeck, lo has leído?- y el valle de Angajo la que más me ha sorprendido, porque resulta de mucha originalidad. Muuuuuybueno. Me voy a leer la parte II


Felicidades, me han encantado los tres textos

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